29 ene 2013

Floresta


Maxi no podía dormir. Intentó dormirse temprano, mañana tenía cosas que hacer, pero nunca fue de los que pueden dominar su propio sueño. Si la cabeza tiene temas en los que pensar, la cabeza no va a dormirse porque Maxi se lo diga, la cabeza tiene sus propios tiempos. Y la cabeza de Maxi tenía en qué pensar. Tenía mucho.
                Maxi aceptó su situación (las largas horas de insomnio hasta el alba que tenía por delante) y su instinto le dijo: “Vamos a comprar puchos, sin puchos la meditación no llega al alba”. Así que se levantó, silenciosamente guardó en sus bolsillos los instrumentos necesarios, silenciosamente agarró la bici, abrió y cerró la puerta, y salió a pedalear por el desierto en que se convierte Floresta un martes a las 2 de la mañana.
                Maxi pedaleó hasta la YPF de Segurola y Juan B Justo, que hasta entonces nunca le había fallado en sus madrugadas de abstinencia drogadicta, pero esta vez le falló: el playero le informó que el kiosco estaba cerrado. Se sorprendió, recordando haber comprado puchos en esa estación muchas veces, en horarios similares y en cualquier día de la semana. ¿Tendría algo que ver con el cambio de administración de la empresa el año anterior? Si ese era el caso, bien valía la pena pedalear unas cuadras más a cambio de haber recuperado la soberanía nacional sobre el petróleo. Aunque automáticamente recordó algunas noticias que leyó en medios periodísticos (puntualmente, una nota en el portal de internet “Marcha”, al que llegó por casualidad vía Facebook) sobre los planes de YPF para explotar “petróleo no convencional” conjuntamente con una empresa estadounidense y sobre las consecuencias ambientales de explotar ese tipo de petróleo, y tuvo dudas sobre su pensamiento original. La realidad se le presentaba así a Maxi como lo que es: intrincada y rebuscada, con muchos matices, imposible de pensarse en términos de “bien y mal” absolutos. Dialéctica, en fin.
                Maxi no sabía para dónde arrancar en su pequeña odisea nocturna. Sentía un profundo cariño instintivo por el barrio de Floresta pero en verdad no lo conocía bien. Pasaba allí pocos días al mes, cuando iba a visitar a su viejo, y fuera de la YPF cerrada no tenía idea de dónde conseguir puchos a esa hora. Nuevamente se dejó guiar por su instinto y pedaleó algunas cuadras por Juan B Justo en dirección al centro, hasta que en la esquina con Bahía Blanca divisó otra estación de servicio, en la esquina de Bahía Blanca y Gaona. Estaba abierta.
                Maxi entró al playón de la estación, sin fijarse a qué empresa pertenecía, y ató su bici con la cadena. Una vez que el perro de los dueños (o empleados, Maxi no lo sabía) dejó de ladrarle (seguramente sintiendo el olor de su propio perro, Ulises) entró al kiosco. Compró un Phillip de 20 y por tercera vez su instinto entró en acción: “Compremos también algo para tomar”. No quedaban cocas de vidrio, el acompañamiento para puchos que Maxi prefería, y a decir verdad casi no quedaban bebidas (evidentemente estaba siendo un enero muy caluroso) así que compró una latita de Paso de los Toros sabor pomelo, la única en la heladera que le gustaba. Pagó con 20, le devolvieron 4.
                Maxi no podía tomar, fumar y pedalear a la vez, así que se quedó parado al ladito de la estación, tomando y fumando, cuando de pronto leyó su nombre, “Maxi”. Como buen curioso, se acercó a leer.
                Maxi leyó tres nombres y seis fechas. Maxi, Cristian y Adrián. Las tres primeras fechas no quedaron registradas en su memoria. Las tres últimas sí, especialmente porque eran la misma: 29 de diciembre de 2001. Escritas y escritos en los costados de una especie de altar, adentro del cual había una muñeca (probablemente no sea la mejor palabra, ¿pero está mal usada?) de una virgen y adelante suyo tres fotos. Maxi, Cristian y Adrián.
                Maxi siguió leyendo las demás inscripciones alrededor del altar/monumento/memorial, por supuesto, pero no le hacía falta. Ya al ver el altar, y especialmente las fechas, se imaginó lo que iba a encontrar. A nadie (o casi nadie, nobleza obliga) le haría falta un instinto muy agudo para darse cuenta. Leyó una placa que hablaba de fusilamientos en esa misma esquina, una placa firmada por varias organizaciones de derechos humanos, entre ellas las Abuelas y las Dos Madres. Y mientras fumaba y tomaba y leía las placas, entró al playón de la estación un patrullero de la Federal. Maxi todavía no “sabía” que la Federal era responsable de esos tres fusilamientos, pero igualmente lo sabía. “Hijos de puta”, dijo Maxi por lo bajo, para si mismo, sin poder contenerse ni poder preocuparse por lo impropio del insulto que utilizaba. “Hijos de puta”.
                Maxi descargó su bronca instintiva pedaleando a toda velocidad de vuelta a lo de su viejo. “Hijos de puta”. Pensó que lo que pensaba estaba mal, que no podía generalizar, que buena parte de los federales (¿buena parte? ¿cómo hacer ese cálculo?) seguramente eran pobres laburantes, e incluso hasta buenos tipos. Pero la bronca era demasiado grande. “Hijos de puta”.
                Maxi solamente se tranquilizó cuando abrió la notebook de su viejo, empezó a googlear, y descubrió/re-descubrió la historia de esa esquina, de esos tres pibes, de ese barrio.  Leyó que por suerte había tres nombres en esa placa en vez de cuatro, que Enrique pudo escaparse de una muerte absurda. Que eran pibes, entre 23 y 25 años, gente tranquila del barrio. Que una simple frase de los pibes había alcanzado para desatar la locura del ex sargento primero Juan De Dios Velaztiqui (qué nombrecito, che) y que a las 4 y 10 de la madrugada los fusilaron. Primero a Maxi. El rati hijo de puta se le paró al lado y le disparó en la sien. Después fue Cristian, balazo en la nuca. Finalmente Adrián, que murió a las 9 en el Álvarez con heridas en el estómago. “Hijos de puta”, ¿cómo hacer para tranquilizarse?
                Maxi leyó con placer sobre la indignación furibunda de los vecinos del barrio. Leyó con placer que al rati hijo de puta lo llevaron a la Comisaría 43, a cinco cuadras del lugar, y que no lo pudieron trasladar a Tribunales hasta el día siguiente porque los vecinos sitiaron la Comisaría, la apedrearon, y a modo de homenaje por su noble actitud recibieron los famosos gases y los corchazos de goma. Leyó con placer que el 30 de diciembre hubo una marcha de 500 vecinos apoyados por todo el barrio, y que el 31 de diciembre hubo una marcha de antorchas de 1000 vecinos, del barrio y de otros barrios. Leyó con placer que la plaza de Mercedes y Miranda hoy se llama “29 de diciembre”, que en Gaona y Gualeguaychú hoy hay una escultura llamada “Los Chicos de Floresta – Sucesos 2001”, y que la esquina de Gaona y Bahía Blanca hoy se llama “Esquina de los Chicos de Floresta”. Leyó con placer que al rati hijo de puta le dieron perpetua.
                Y Maxi recordó. En diciembre de 2001 Maxi era muy pibe, tendría unos 14 años y estaba preparando un examen de diciembre en el secundario. Obviamente aquel terremoto social no le pasó por el costado ni mucho menos, lo siguió con toda la atención que pudo y marcó profundamente su modo de pensar en los años venideros (el suyo y el de tantos otros, incluso, o todavía más, el de aquellos todavía más pibes que Maxi) pero era muy pibe, y en aquel vendaval de hechos los pibes de Floresta no quedaron lo suficientemente grabados en su memoria, hasta que la adicción y el instinto lo llevaron a comprar puchos a esa misma esquina once años y un mes después. Maxi recordó. “Hijos de puta”.
                Y mientras se iba a dormir con la claridad del alba, Maxi se acordó de los pensamientos que lo llevaron al insomnio en un principio. Le parecieron lejanos. Pero reflexionándolo mejor, se dio cuenta que no eran lejanos en lo más mínimo.
                Maxi se durmió, con dos últimos pensamientos rondando su cabeza. El primero: qué lástima que usaron la palabra “Chicos” en vez de “Pibes”. El segundo: más allá de su impropiedad, qué lindo insulto que es “hijo de puta”, qué sonoridad tan placentera. Y en verdad también un tercero: que los dos anteriores no eran tan importantes. Las palabras son perras negras y saber usarlas es muy complicado, pero habrá que aprender a no dejarse llevar tanto por ellas.

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