22 jul 2006





El tiempo pasa, nos vamos poniendo tecnos.

El amor (dolor) no lo reflejo como ayer.














6 jul 2006

Destinos

Mirala. Allí está, siempre fiel a su rutina. Qué soberbia, parada incansablemente en medio del camino, impidiendo el paso. Una figura altiva (su majestuosidad pasada de moda) cargando con el peso de tiempos lejanos. Cada día un poco más vieja, más siempre igual de estricta. Es cierto, su duro semblante se agrieta lentamente con el paso del tiempo, pero muchos golpes irreverentes del destino podrá soportar su alma antes de caer, derrotada. O quizás nunca lo haga.
Y aquí estamos nosotros. Tú eres joven, y su presencia misteriosa te intriga, te atrapa, no puedes quitarle los ojos de encima. Yo ya he perdido la cuenta de los segundos (largos e incontables segundos) que he pasado en este lugar. También fui joven una vez, y como tú acabas de hacerlo, por azar del destino (aunque empiezo a sospechar que el azar no tuvo nada que ver en ello) llegué un día a este lugar. Me paré allí, donde ingenuamente estás parado tú, y poco a poco me dejé llevar por su visión. Te veo contemplándola y me veo a mí mismo en aquel remoto momento.
Primero la miras desde lejos, disimuladamente, por miedo a que note tus ojos esquivos. Te aterra la idea de molestar a un ser tan sagrado, tan reverenciable. No logras entenderla, pero intuyes que cumple una misión demasiado importante como para ser comprendida.
Ahora te acercas un poco más, perdiendo paso a paso el miedo. Cada centímetro de distancia que se acorta es un centímetro de temor que desaparece. Esos sacros respetos, que unos pocos pasos atrás te llenaban el cuerpo de insignificancia, se desmoronan sutilmente. De repente estás frente a ella, siendo una persona nueva sin darte cuenta. La miras desvergonzadamente, decidido, con tus ojos bañados en luz desafiante, pero no te alcanza con tan poco; sigues siendo tan solo otra figura irrelevante, parada frente a una existencia superior.
Te exasperas, y le hablas. Primero le hablas dulcemente, suavemente, buscando ganarte su favor. Ella sigue inmutable, sin percatarse de que estás allí. Gradualmente subes el tono de voz, ahora claramente en actitud intimidatoria. Silencio.
Sin poder tolerarlo más, la golpeas. Un golpe seco primero; solo quieres hacerla reaccionar. Otro golpe. Luego otro. La energía aumenta, el sonido llega cada vez más fuerte a mis ya acostumbrados oídos, golpeas, gritas, incansablemente luchas contra ese ente cruel y despiadado que se niega a reconocer tu existencia ¿Tan poco vales, que ni siquiera puede dedicarte una simple y vulgar mirada? Es una batalla épica contra un adversario que se niega a reconocerte, una batalla de siglos.
Y finalmente, algunos siglos después, te cansas. Bajas los brazos, miras tus puños llenos de sangre, y sintiéndote menos que la nada misma, le dedicas una última mirada al adversario que jamás lograrás derrotar.
Solo entonces, en el instante máximo de resignación, ella te dedica una breve mirada. Sólo un destello en unos ojos que ven mucho más allá de lo que puedas imaginar. ¿Habrá sido suficiente? Te das vuelta, y me miras.
Me miras, y yo te miro. Y las palabras no son necesarias, pues ese destello de mirada que acabas de recibir es suficiente para que puedas comprender cualquier otra. No es necesario que te cuente que también yo me acerqué a ella poco a poco, en tiempos tan remotos que tu imaginación no alcanza a comprender. Ves mis puños, y todavía puedes encontrar los rastros de mi propia batalla. Y entiendes que yo he sido el primero, pero que tú no has sido el segundo. ¿Cuántos otros como tú habrán pasado por aquí, sentido lo mismo que tú has sentido, visto lo mismo que tú has visto? Es un número demasiado espantoso para que puedas concebirlo, y ni siquiera te detienes a pensarlo. Ahora lo comprendes todo.
Lo comprendes todo, y te alejas. Una vez más me quedaré solo en mi resignada contemplación. Me pregunto si habrá ocasión para ver nuevamente esta escena. En lo más profundo de mí ser, espero que no la haya. Ya he aprendido a soportar la insoportable monotonía de estar solo junto a ella, esperando una segunda mirada. A esta altura, cualquier interrupción resulta irritante.
Solo te falta un paso para perderte de vista, pero antes de darlo me miras una última vez. ¿Por qué sigo aquí? La respuesta es fácil: yo fui el primero en llegar. Tanto tú como todos los demás se marchan porque entienden que su secreto no les pertenece. Ya había alguien aquí cuando llegaron. En cambio yo miré a mí alrededor y solo la vi a ella. Y así es como ha de ser. Hasta el fin de los días seremos ella y yo.
¿Descubriré su secreto algún día? No lo sé. Descubrirlo es la única motivación de mi existencia; aunque tuviera la certeza de que no puedo lograrlo, de todos modos me quedaría. Pero yo tengo esperanzas. Al fin y al cabo, es sólo una puerta; en algún momento tendrá que abrirse.