Maxi no podía dormir. Intentó
dormirse temprano, mañana tenía cosas que hacer, pero nunca fue de los que
pueden dominar su propio sueño. Si la cabeza tiene temas en los que pensar, la
cabeza no va a dormirse porque Maxi se lo diga, la cabeza tiene sus propios
tiempos. Y la cabeza de Maxi tenía en qué pensar. Tenía mucho.
Maxi
aceptó su situación (las largas horas de insomnio hasta el alba que tenía por
delante) y su instinto le dijo: “Vamos a comprar puchos, sin puchos la
meditación no llega al alba”. Así que se levantó, silenciosamente guardó en sus
bolsillos los instrumentos necesarios, silenciosamente agarró la bici, abrió y
cerró la puerta, y salió a pedalear por el desierto en que se convierte
Floresta un martes a las 2 de la mañana.
Maxi pedaleó
hasta la YPF de Segurola y Juan B Justo, que hasta entonces nunca le había
fallado en sus madrugadas de abstinencia drogadicta, pero esta vez le falló: el
playero le informó que el kiosco estaba cerrado. Se sorprendió, recordando
haber comprado puchos en esa estación muchas veces, en horarios similares y en
cualquier día de la semana. ¿Tendría algo que ver con el cambio de
administración de la empresa el año anterior? Si ese era el caso, bien valía la
pena pedalear unas cuadras más a cambio de haber recuperado la soberanía
nacional sobre el petróleo. Aunque automáticamente recordó algunas noticias que
leyó en medios periodísticos (puntualmente, una nota en el portal de internet “Marcha”, al que llegó por casualidad vía Facebook)
sobre los planes de YPF para explotar “petróleo no convencional” conjuntamente
con una empresa estadounidense y sobre las consecuencias ambientales de
explotar ese tipo de petróleo, y tuvo dudas sobre su pensamiento original. La
realidad se le presentaba así a Maxi como lo que es: intrincada y rebuscada,
con muchos matices, imposible de pensarse en términos de “bien y mal”
absolutos. Dialéctica, en fin.
Maxi no
sabía para dónde arrancar en su pequeña odisea nocturna. Sentía un profundo
cariño instintivo por el barrio de Floresta pero en verdad no lo conocía bien.
Pasaba allí pocos días al mes, cuando iba a visitar a su viejo, y fuera de la
YPF cerrada no tenía idea de dónde conseguir puchos a esa hora. Nuevamente se
dejó guiar por su instinto y pedaleó algunas cuadras por Juan B Justo en
dirección al centro, hasta que en la esquina con Bahía Blanca divisó otra
estación de servicio, en la esquina de Bahía Blanca y Gaona. Estaba abierta.
Maxi
entró al playón de la estación, sin fijarse a qué empresa pertenecía, y ató su
bici con la cadena. Una vez que el perro de los dueños (o empleados, Maxi no lo
sabía) dejó de ladrarle (seguramente sintiendo el olor de su propio perro,
Ulises) entró al kiosco. Compró un Phillip de 20 y por tercera vez su instinto
entró en acción: “Compremos también algo para tomar”. No quedaban cocas de
vidrio, el acompañamiento para puchos que Maxi prefería, y a decir verdad casi
no quedaban bebidas (evidentemente estaba siendo un enero muy caluroso) así que
compró una latita de Paso de los Toros sabor pomelo, la única en la heladera
que le gustaba. Pagó con 20, le devolvieron 4.
Maxi no
podía tomar, fumar y pedalear a la vez, así que se quedó parado al ladito de la
estación, tomando y fumando, cuando de pronto leyó su nombre, “Maxi”. Como buen
curioso, se acercó a leer.
Maxi
leyó tres nombres y seis fechas. Maxi, Cristian y Adrián. Las tres primeras
fechas no quedaron registradas en su memoria. Las tres últimas sí,
especialmente porque eran la misma: 29 de diciembre de 2001. Escritas y escritos
en los costados de una especie de altar, adentro del cual había una muñeca
(probablemente no sea la mejor palabra, ¿pero está mal usada?) de una virgen y
adelante suyo tres fotos. Maxi, Cristian y Adrián.
Maxi
siguió leyendo las demás inscripciones alrededor del altar/monumento/memorial,
por supuesto, pero no le hacía falta. Ya al ver el altar, y especialmente las
fechas, se imaginó lo que iba a encontrar. A nadie (o casi nadie, nobleza
obliga) le haría falta un instinto muy agudo para darse cuenta. Leyó una placa
que hablaba de fusilamientos en esa misma esquina, una placa firmada por varias
organizaciones de derechos humanos, entre ellas las Abuelas y las Dos Madres. Y
mientras fumaba y tomaba y leía las placas, entró al playón de la estación un
patrullero de la Federal. Maxi todavía no “sabía” que la Federal era
responsable de esos tres fusilamientos, pero igualmente lo sabía. “Hijos de
puta”, dijo Maxi por lo bajo, para si mismo, sin poder contenerse ni poder
preocuparse por lo impropio del insulto que utilizaba. “Hijos de puta”.
Maxi
descargó su bronca instintiva pedaleando a toda velocidad de vuelta a lo de su
viejo. “Hijos de puta”. Pensó que lo que pensaba estaba mal, que no podía
generalizar, que buena parte de los federales (¿buena parte? ¿cómo hacer ese
cálculo?) seguramente eran pobres laburantes, e incluso hasta buenos tipos.
Pero la bronca era demasiado grande. “Hijos de puta”.
Maxi
solamente se tranquilizó cuando abrió la notebook de su viejo, empezó a
googlear, y descubrió/re-descubrió la historia de esa esquina, de esos tres
pibes, de ese barrio. Leyó que por
suerte había tres nombres en esa placa en vez de cuatro, que Enrique pudo
escaparse de una muerte absurda. Que eran pibes, entre 23 y 25 años, gente
tranquila del barrio. Que una simple frase de los pibes había alcanzado para
desatar la locura del ex sargento primero Juan De Dios Velaztiqui (qué nombrecito,
che) y que a las 4 y 10 de la madrugada los fusilaron. Primero a Maxi. El rati
hijo de puta se le paró al lado y le disparó en la sien. Después fue Cristian,
balazo en la nuca. Finalmente Adrián, que murió a las 9 en el Álvarez con
heridas en el estómago. “Hijos de puta”, ¿cómo hacer para tranquilizarse?
Maxi
leyó con placer sobre la indignación furibunda de los vecinos del barrio. Leyó con
placer que al rati hijo de puta lo llevaron a la Comisaría 43, a cinco cuadras
del lugar, y que no lo pudieron trasladar a Tribunales hasta el día siguiente
porque los vecinos sitiaron la Comisaría, la apedrearon, y a modo de homenaje
por su noble actitud recibieron los famosos gases y los corchazos de goma. Leyó
con placer que el 30 de diciembre hubo una marcha de 500 vecinos apoyados por
todo el barrio, y que el 31 de diciembre hubo una marcha de antorchas de 1000
vecinos, del barrio y de otros barrios. Leyó con placer que la plaza de
Mercedes y Miranda hoy se llama “29 de diciembre”, que en Gaona y Gualeguaychú
hoy hay una escultura llamada “Los Chicos de Floresta – Sucesos 2001”, y que la
esquina de Gaona y Bahía Blanca hoy se llama “Esquina de los Chicos de Floresta”.
Leyó con placer que al rati hijo de puta le dieron perpetua.
Y Maxi recordó.
En diciembre de 2001 Maxi era muy pibe, tendría unos 14 años y estaba
preparando un examen de diciembre en el secundario. Obviamente aquel terremoto
social no le pasó por el costado ni mucho menos, lo siguió con toda la atención
que pudo y marcó profundamente su modo de pensar en los años venideros (el suyo
y el de tantos otros, incluso, o todavía más, el de aquellos todavía más pibes que
Maxi) pero era muy pibe, y en aquel vendaval de hechos los pibes de Floresta no
quedaron lo suficientemente grabados en su memoria, hasta que la adicción y el
instinto lo llevaron a comprar puchos a esa misma esquina once años y un mes
después. Maxi recordó. “Hijos de puta”.
Y
mientras se iba a dormir con la claridad del alba, Maxi se acordó de los
pensamientos que lo llevaron al insomnio en un principio. Le parecieron
lejanos. Pero reflexionándolo mejor, se dio cuenta que no eran lejanos en lo
más mínimo.
Maxi se
durmió, con dos últimos pensamientos rondando su cabeza. El primero: qué
lástima que usaron la palabra “Chicos” en vez de “Pibes”. El segundo: más allá
de su impropiedad, qué lindo insulto que es “hijo de puta”, qué sonoridad tan
placentera. Y en verdad también un tercero: que los dos anteriores no eran tan
importantes. Las palabras son perras negras y saber usarlas es muy complicado,
pero habrá que aprender a no dejarse llevar tanto por ellas.