El día señalado llegó, y allí fueron. Llevaban muchos años sin pisar el estadio. Podría parecer un escenario extraño para volver a la cancha, pero no lo vivieron así. Era el momento de hacer frente a la adversidad, pasara lo que pasara, y eso no se podía hacer plenamente frente a un televisor. Esa comunión con miles de extraños era necesaria, así como era necesario acompañar. Eran tantas las alegrías que le debían que se hubieran sentido ingratos si no se hacían presentes. Por más minúsculo que fuera, su granito de arena no podía faltar.
El viaje en auto fue silencioso. Tenso. Expectante. Todo cambió una vez que estuvieron en la tribuna. Era el momento de cantar, de flamear las banderas, de descargar la tensión en esos gritos tantas veces gritados. Una vez más. Y otra. Era el momento de intentar ilusionarse, de abrazarse a cualquier esperanza.
Salió el equipo, y todo fue algarabía. Se rompieron gargantas. La gente quería creer en un equipo que no daba motivos para hacerlo.
Llegó el primer gol, y se rompieron aun más gargantas. Se abrazaron con fuerza. Con cierta incredulidad en sus miradas. En ese momento parecía posible escaparle a la tragedia.
Llegó el empate. Las tenues esperanzas empezaron a desarmarse. No estaba todo perdido, y a la vez era bastante difícil no darlo todo por perdido. Ese equipo y su técnico llevaban meses demostrando que ante la adversidad no podían reaccionar. Con resignación, empezaron a mentalizarse.
Llegó el penal, y de nuevo una mínima luz se abrió al final del tunel. Seguía siendo cuesta arriba, pero si el penal entraba quién sabía qué podría pasar. Los derrumbes mentales existen, y los impulsos también. Un penal podría cambiarlo todo.
Pero el penal no entró.
Siguieron cantando. Ya no por creer que pudiera servir de algo. Siguieron cantando para evitar pensar. Ya habría que afrontar el hecho, pero aun no. Todavía no.
Minuto 44. Vuela la primera maderita blanca arrancada de una butaca. Al instante vuelan diez millones. El padre dice "ya está, vamos". Su hermana lo sigue. Él duda. Irse en ese momento es la decisión lógica. Está por desatarse el apocalipsis, nadie tiene la menor duda. Irse ahora implica no solo huirle al caos, sino fundamentalmente salvar al auto del tornado que en breve arrasará el barrio entero. Es lo lógico, y sin embargo duda. Quiere quedarse. Quiere arrancar butacas, quiere tirar maderitas blancas. Se acaba de vivir la consumación de un crimen perpetuado a lo largo de varios años, y este crimen exige repudio, exige violencia, exige venganza. Así lo demanda la Historia. Quiere quedarse, pero no se queda. No está dispuesto a exponer a su familia a la ansiedad de saber que está ahí en medio de ese 2001.
Bajan las escaleras. En la puerta del estadio están las cámaras. El periodista los mira con lástima e intenta preguntarles cómo se sienten. Siguen de largo. Las lágrimas son respuesta suficiente, piensan.
El viaje en auto fue silencioso. Llega a su casa. Sube al balcón que da a la calle. De su reja cuelga la bandera que hoy flameó en el estadio y que allí permanecerá varios años. Toma aire, y bien fuerte grita: "Vamos River carajo la concha de la lora".